sábado, 13 de octubre de 2012

Feliz día del psicólogo...

"A Ernest le encantaba ser psicoterapeuta. Día tras día sus pacientes lo invitaban a los recintos más íntimos de su vida. Día tras día él los consolaba, les prodigaba su cariño, aliviaba su desesperación. Y a cambio, recibía admiración y aprecio. Y además, se le pagaba, aunque Ernest pensaba muchas veces que, si no necesitara el dinero, haría psicoterapia gratis.
Afortunado es quien ama su trabajo. Ernest se sentía afortunado, eso sí. Más que afortunado. Bendecido. Era un hombre que había descubierto su vocación y que podía decir: estoy donde debo estar, en el vértice de mi talento, de mis intereses, mis pasiones.
Ernest no era un hombre religioso. No obstante, cuando abría su libro de citas todas las mañana y veía los nombres de las ocho o nueve queridas personas con quienes pasaría ese día, se sentía abrumado por una emoción que sólo podía describir como religiosa. En ese momento, en lo profundo de sus ser deseaba dar gracias - a alguien, a algo- por haberlo conducido a su vocación.
Había mañanas en que levantaba los ojos, miraba a través de la claraboya de la calle Victorian, en Sacramento, contemplaba la niebla matinal e imaginaba a sus antepasados terapeutas suspendidos en el alba.
- Gracias, gracias - repetía, como un cántico. Les agradecía a todos, a todos esos curadores que habían apaciguado la desesperación. Primero, a los antepasados primigenios, cuyos empíreos perfiles eran apenas visibles: Jesus, Buda, Sócrates. Debajo de ellos, algo más nítidos, los grandes progenitores: Nietzsche, Kierkegaard, Freud, Jung. Más cerca aún, los abuelos terapeutas: Adler, Horney, Sullivan, Fromm, y el dulce, sonriente rostro de Sandor Ferenczi.."

Cita de Irvin Yalom en "Desde el diván".